.

.

.

.

.

.
Desde este espacio los invitamos a pensar, tanto los acontecimientos políticos como las producciones filosóficas y espirituales de nuestro continente y del Mundo Islámico, más allá de los presupuestos ideológicos a partir de los cuales se construye "la realidad" desde los medios masivos de comunicación y de los que se nutren, también, las categorías de análisis de buena parte de la producción académica.

Esperamos sus aportes.

sábado, agosto 29, 2015

El “Día de Alast” según Rumi

           

El “Día de Alast” según Rumi

Halil Bárcena


Toda la consciencia espiritual islámica gira en torno a lo que se conoce con el término árabe mītāq, a saber, el hecho transhistórico del compromiso preeterno, primordial, que los místicos sufíes, sobre todo los de corte persa (Rūmī entre ellos), denominan el “Día de Alast”, que alude a la existencia precósmica de nuestro ser, a nuestra realidad ontológica preeterna.

Dice así, exactamente, el texto coránico: “Y cuando tu Señor sacó de las espaldas de los hijos de Adán a su descendencia y les hizo dar testimonio: “¿Acaso no soy yo vuestro Señor?”. Dijeron [las almas]: “¡Por supuesto que sí, damos testimonio!” [1]. Toda la humanidad presente en Adán de forma misteriosa, aunque ya individuo por individuo, es conminada por Dios a responder a la siguiente pregunta: “¿A-lastu bi-rabbikum?”, “¿Acaso no soy yo vuestro Señor?”, a lo que todo el mundo respondió afirmativamente [2]. La espiritualidad sufí (aunque no únicamente, piénsese si no en la gnosis šī‛ī, por ejemplo) está dominada toda ella por dicho acontecimiento (digámoslo así). Efectivamente, el "Día de Alast”, que podríamos traducir literalmente como “el día del acaso no soy yo…”, constituye uno de los temas predilectos de las distintas místicas islámicas; más aún, es un hecho nodal para el islam espiritual. Alast es la piedra angular de la más profunda espiritualidad coránica.

Por supuesto, el "Día de Alast” no describe nada, no se trata de un suceso histórico, en el sentido de la historia positiva, la que narra el devenir lineal de las cosas y avatares del mundo y del ser humano, sino de un hecho que acontece en lo que Henry Corbin dio en denominar la metahistoria [3] y que trasciende la materialidad de los sucesos empíricos. No se trata aquí, por lo tanto, de una entrada divina en la historia, o de una historización de lo divino, a la manera de la encarnación cristiana, pongamos por caso, sino de un hecho exclusivamente espiritual, en el sentido estricto de la palabra [4]. El sí del “Día de Alast”, dicho compromiso primordial, que tanto tiene de simbolismo nupcial, abarca toda la antropología espiritual sufí. Puede decirse, incluso, que determina el ethos, la manera de hacer, el perfume del misticismo sufí. El objetivo del derviche será, pues, retornar a la experiencia unitiva, re-unificadora, no-dual, del “Día de Alast”, cuando sólo Dios era, “antes de que salieran las futuras criaturas del abismo del no-ser”, como apuntó Annemarie Schimmel, “y las dotara de vida, amor y comprensión para que pudieran de nuevo presentarse ante su rostro al final de los tiempos” [5]; Dios, tal vez el símbolo más potente de cuantos existen para apuntar a eso que no tiene nombre y los posee todos, porque es nada y a la vez todo cuanto hay. Así, la limpidez del ser humano, su estado de vaciamiento interior, es el signo del retorno a la naturaleza inicial, unitiva, representada por el “Día de Alast”; retorno a la auténtica patria de origen, desde el oscuro exilio del mundo (occidental según la topología espiritual -que no geográfica- del místico iranio Sohrawardī) de la dispersión y la multiplicidad. Afirma Sultān Walad, hijo de Rūmī y verdadero artífice de la escuela sufí de los derviches giróvagos:
“La esencia de tu corazón era pura
antes de provenir del agua y del limón en el tiempo de Alast” [6]

Un hadīṯ nabawī afirma que el islam es una tradición religiosa del exilio [7], y nadie ha podido manifestarlo mejor que los místicos sufíes persas, que hicieron de la metáfora del exilio y el retorno su tema predilecto, más todavía, su verdadera obsesión, tal como apuntó Henry Corbin en su día [8]. A decir verdad, toda la mística persa constituye una parábola sobre el exilio o gurba y las hondas emociones que le acompañan, como el dolor por la separación, la nostalgia del lugar de origen perdido y el anhelo del retorno. Puede afirmarse, en ese sentido, que la mística persa es monotemática, lo cual, en modo alguno, quiere decir que sea monótona o aburrida, puesto que cada místico ha sabido recrear a su manera esa misma historia del exilio espiritual del ser humano con una inusitada frescura y originalidad [9]. Con todo, el pasaje más representativo y emblemático, el que ha quedado en la memoria de las gentes orientales, es el llamado nāy-nāme de Rūmī, el preámbulo del Mathnawī, su magna opus, los dieciocho versos en los que el nāy, la flauta sufí de caña, símbolo del hombre que ha despertado a su verdadera naturaleza, se lamenta de la separación de su fuente original, el cañaveral. Arranca así el Mathnawī:
“Escucha este nāy como narra una historia: él se lamenta de la separación (…)
Todo aquél que vive lejos de su origen aspira al instante en el que estará unido de nuevo” [10]

“El significado de “exilio” en este contexto es, por supuesto”, especifica el investigador Terry Graham, “la lejanía del seno de la Unidad Divina, la obligación de morar en el mundo material o, por cierto, en cualquier plano de la existencia que esté apartado de la presencia directa de lo Divino” [11]. El místico persa evoca un exilio espiritual que le desposee a uno de la patria de origen, para jamás llegarle a integrar en ninguna otra. Dicho de otro modo: nada mitiga la sed espiritual excepto el Agua de Vida -permítaseme el uso enfático de las mayúsculas-. No hay para él sucedáneos que valgan. El exiliado, símbolo vivo del buscador, del caminante serio, no se conforma con cualquier cosa, ni con cualquier lugar. Para quien se descubre y se sabe un extranjero, no hay más descanso que en el corazón de la patria perdida, el origen de Alast, un lugar no-lugar (lā makān, en el lenguaje de Rūmī) [12]. Tal vez el derviche ignore hacia dónde va -de hecho, poco importa-, pero no de dónde viene. En la doctrina espiritual del misticismo sufí persa, la patria perdida no es sino el doble celestial (digámoslo así) de la psique terrestre, el principio trascendente de su individualidad, que, en la mayoría de las personas y los casos, permanece ahogada bajo los impulsos, tendencias y caprichos del ego, el nafs de la literatura sufí clásica, lo cual provoca en el ser humano un estado de somnolencia, cuando no de sueño profundo, y ceguera [13].

Por todo ello, vive el sufí en el mundo, pero sin ser del mundo. Escribe Sultān Walad: “Somos unos exiliados en este mundo y como tales exiliados viajamos en él. Al final, llegaremos al Amigo” [14]. La existencia del exiliado transcurre arrostrando el dilema de estar pero no ser. Existir es vivir en el exilio. Un exilio que le empuja al sufí a deambular por unos derroteros, mientras en su fuero interno anhela otros bien distintos. Un exilio que le hace sentirse extraño no sólo ante los demás (al menos ante quienes no poseen la misma conciencia expatriada), sino también ante sí mismo. El exiliado es un ser humano escindido: ha de hablar un idioma dual, el del mundo de la multiplicidad de objetos y sujetos, pero piensa y siente en otro diferente, el que realmente es el suyo, el del corazón; un lenguaje interior (zabān-e hāl, así lo denominan los propios sufíes persas) [15], que no reconoce ni pronuncia el término dualidad.

Desde el instante en que el místico sufí toma conciencia de su condición de exiliado, que malvive en las tinieblas de las tierras “occidentales”, en palabras de Sohrawardī [16], su vida no tendrá ya otro objetivo que el del retorno. El destino del sufí es único y apunta, justamente, al Único y a lo Único que realmente es. Dicho destino irremplazable es lo que desencadena y alimenta la inconsolable nostalgia que se apodera del místico en su interior. El pathos, la enfermedad del sufí es, en efecto, la nostalgia, entendida ésta en el sentido etimológico del término griego, esto es, como algia o “dolor" del regreso. Por consiguiente, el exiliado es siempre un viajero, cuyo viaje de retorno, sin embargo, no acaba de consumarse jamás. El expatriado siempre está volviendo y esa es la gran epopeya mística que canta el misticismo sufí persa, que canta Rūmī. El del místico es siempre un viaje de retorno, de vuelta a casa, puesto que no hay nada nuevo que alcanzar ni descubrir que no resida ya en él, nada que no habite en los pliegues de su interior, desde el principio de los tiempos, desde el“Día de Alast”. Así pues, no marcha el exiliado en pos de lo desconocido, de lo raro o excepcional, sino de lo conocido desde hace mucho tiempo olvidado, porque ese y no otro es el pecado, la gran falta, del hombre común: la negligencia (gafla en el lenguaje técnico sufí [17]), vivir en la desmemoria y el olvido de lo que realmente se es. Así, mientras que el religioso y el moralista se lamentan de sus pecados, el derviche lo hace únicamente de sus olvidos, de sus momentos de falta de presencia, de su desatención. Dicho de otro modo, el pecado del sufí no es otro que la inadvertencia del propio origen: el olvido del“Día de Alast”.

El exiliado no persigue conocer , así pues , sino re-conocerse y en dicho re-conocimiento no es aplicable una concepción lineal del tiempo. El exiliado no progresa, sino que regresa. Dado que su patria de origen no está inscrita en ningún mapa, también el tiempo lineal se ha eclipsado para él. El exiliado, identificado con el sufí, es, en efecto, el prototipo del ibn al-waqt, el hijo del instante, según la definición clásica dada por los sabios sufíes. Vive el exiliado, por lo tanto, en un ahora palpitante, un instante rebosante de presente, habitado de eternidad. De ahí, entre otras cosas, que el danzar circular del derviche osamā‛ (como el tawwāf, ritual del peregrino musulmán alrededor de la negraka‛ba de La Meca) se efectúe de derecha a izquierda, es decir, en sentido contrario a las agujas del reloj, o lo que es lo mismo, a contratiempo. Persigue el derviche giróvago con ello remontar el tiempo, o mejor aún, abolirlo. En efecto, la danza circular le permite al derviche escapar de los estrechos límites de la temporalidad lineal. El derviche no es esclavo ni del tiempo ni del espacio. Canta Rūmī, recreando la simbología báquica tan cara al sufismo persa:
“El Día de Alast tu alma bebió el vino de tu banquete.
El Señor del no-lugar eres Tú. No que te atrape la servidumbre de los lugares”[18]

Por consiguiente, no es el suyo un viaje fuera de sí, sino en sí mismo, a la manera de los treinta pájaros del Mantiq al-Tayr, El lenguaje de los pájaros, la célebre epopeya mística de Farīd al-Dīn ‛Attār (m. 1220), que contiene el célebre episodio místico del encuentro con el Sīmorg, el pájaro rey de la mitología persa [19]. El viaje del exiliado, simbolizado por el samā‛, el danzar circular del derviche mawlawī, se produce, como acabamos de ver, de derecha a izquierda, que también quiere decir de fuera a dentro, del plano de la acción al plano de la interiorización; en suma: hacia el corazón, pero no tanto al corazón anatómico como al espacio simbólico que evoca la patria celestial, tierra original de luz, de la que el ser humano ha sido arrancado de cuajo, como el nāylo fue del cañaveral. De fuera a dentro, en dirección al corazón, ese mundo pequeño del ser humano donde, sin embargo, cabe el mundo entero[20].

También el islam espiritual contiene algunas pistas en esa misma dirección, que no pasaron desapercibidas a los místicos sufíes, Mawlānā Rūmī entre ellos. Reza uno de los ahādīz más caros a la tradición sufí, citado y comentado por Rūmī en varias ocasiones, a lo largo de su obra: “Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor” [21]. Así pues, el viaje, cuando es real y hondamente espiritual siempre es de regreso y en sí mismo. Responde así el místico sufí a la llamada del pasaje coránico: “¡Regresa!”, que sirve de inspiración a la doctrina tradicional del exilio y el retorno, tal como fue formulada por el misticismo sufí persa: “¡Oh alma pacificada! [silenciada] Regresa a tu Señor, satisfecha, complacida” [22]. Todo en Rūmī da comienzo con la conciencia de pérdida absoluta y separación. Su poesía, barrida por un aire de inconsolable nostalgia, su música, ora lastimera ora gozosa, el incesante samā‛ o danza circular, toda su mística de la escucha y su simbolismo poético musical, no son sino frutos de quien ha vivido una situación de absoluta pérdida. Una pérdida que lejos de colapsar, paradójicamente, opera de acicate y revulsivo del viaje espiritual de retorno a lo que siempre se ha sido y se es, de tal suerte que puede el hombre cumplir el imperativo pindárico de llegar a ser lo que de hecho ya es. La práctica sufí del dhikr sufí consiste en la rememoración de un conocimiento profundamente enraizado en nuestro ser. Sólo aquéllos que permanecen lejos podrán saborear las mieles del regreso, puesto que el gozo del retorno es proporcional al dolor del exilio.

La ecuación dolor/gozo (que también podría formularse como ausencia/presencia) está siempre de este último lado. La pérdida, como el dolor, constituye una propedéutica para el amor. Se ama desde el dolor y la distancia de la separación. Se ama más cuando el objeto del deseo amoroso está ausente[23]. Pero, cuidado, porque no nos hallamos aquí ante una actitud sufriente del estilo: “cuanto peor, mejor”. No, vías así no son gozosas y conducen al desarreglo y la perturbación interior, puesto que “cuanto peor, peor”. No es en ese ámbito ascético en el que los místicos sufíes persas colocan y despliegan el símbolo del “Día de Alast”. Pareciera como si Mawlānā, hombre de fina y penetrante mirada, hubiese extraído dicha enseñanza de la observación de la naturaleza, algo a lo que dedicaba horas, en sus largos paseos, bien en solitario, bien acompañado de discípulos, por los jardines de Konya. Al fin y al cabo, la belleza paisajística es fruto de la erosión, esto es, de la muerte geológica y de la destrucción; en definitiva, de la pérdida. Más aún, Rūmī nos viene a decir que la belleza y el amor crecen en el terreno donde se pudren sus contrarios, al igual que las hermosísimas flores de las primaveras de Konya, que Mawlānā tanto y tan bien cantó, lo hacen en una tierra abonada por excrementos e inmundicias. O recreando una bella imagen báquica, dirá que el vino, su embriagante dulzura, nace tras el aplastamiento a pisotones de las uvas.

A diferencia del musulmán a secas (que acaba siempre siendo un musulmán seco), o del que permanece varado en la letra, o del ortodoxo; a diferencia de todos ellos que viven el mīzāq bajo la perspectiva dualista y siempre amenazadora de un Dios alejado e inaccesible, severo y castigador, al que no se le debe más que obediencia y sumisión (esa es la naturaleza del “sí” temeroso del religioso a la pregunta del “Día de Alast”), Mawlānā y el resto de sufíes persas descubrirán en dicho compromiso primordial la promesa nupcial del amor recíproco [24] entre un Dios amoroso, inmanente, más próximo que la propia vena yugular, según el dictum coránico [25]; entre un Dios que puede ser avistado, sentido y oído por doquier [26], y un ser humano rendidamente enamorado por siempre jamás. Desde el punto de vista del sufismo clásico, el tratamiento que Rūmī efectúa del mīzāq en modo alguno resulta extraño. Y es que, desde bien temprano, uno de los rasgos característicos de los espirituales sufíes fue justamente la poetización del motivo del pacto primordial, o lo que es lo mismo, la interpretación poética del acontecimiento preeterno del “Día de Alast”.

Lo que sí constituye una peculiaridad específica de Mawlānā es el uso del simbolismo musical para desplegar la verdad interior que dicho mito contiene. En primer lugar, advierte Rūmī sobre el componente eminentemente oral, sonoro y acústico del hecho en sí: se trata, en efecto, de un acto de escucha atenta (por parte de las almas humanas), que el maestro de Konya traduce en metáforas y símiles musicales relacionados con el samā‛ y la danza derviche del giro. De hecho, el nāy, la flauta sufí de caña, es un símbolo del alma humana, arrancada de cuajo, cortada de su raíz preeterna en el cañaveral divino, y que gime y suspira [27], desde entonces, de nostalgia y añoranza, tan pronto como el aliento del Amado transita a través suyo en forma de columna de aire. Por su parte, los primeros dieciocho versos del nāy-nāme, que sirven de pórtico de entrada alMathnawī, pueden ser leídos como una suerte de exégesis simbólica del mīzāqcoránico. Algo a subrayar respecto del “Día de Alast” es la concepción dinámica que de él posee Rūmī, muy en consonancia, de otro lado, con su cosmogonía. Para el maestro persa de Konya, el mīzāq no es un acontecimiento del pasado preeterno (metahistórico, en expresión corbiniana), ni tampoco del pasado histórico, según la concepción creacionista islámica, como predica la religión exoterista. El “Día de Alast” no es el instante previo a la creación del mundo, puesto que se trata, insisto una vez más, de un símbolo que nada objetivable describe. Y en tanto que símbolo, el “Día de Alast”, para Mawlānā, se está re-creando de nuevo en todo momento; Alast está sucediendo a cada instante, en el aquí y ahora de todo ser humano despierto y espiritualmente afinado. No se trata, pues, ni de un suceso histórico susceptible de ser datado, ni de un artículo de fe en el que creer, sino de un relato simbólico que apunta hacia una realidad espiritual que el ser humano puede experimentar. Escribe Mawlānā en el Mathnawī:
“A cada instante [28] proviene de Él la llamada: “Alast?”
y la substancia y los accidentes llegan a la existencia” [29]

Para Rūmī, la vida es samā‛, todo en ella danza. El suyo es un cosmos que suena, vibra y danza amoroso en círculos [30], que no es sino una forma poética de afirmar que todo vive, que hay un destello de conciencia divina en cada partícula de la materia. Su samā‛ consiste en la escucha atenta, mediante el oído interior (el tercer oído del que hablaba Nietzsche) de las armonías celestes, pero también de las plantas, los árboles, los animales y hasta los objetos inanimados (para él animados, por supuesto). Más aún, Rūmī llega incluso a visualizar el propio acto de la creación como una danza extática por la cual el no-ser se precipitó felizmente a la existencia al oír la voz de Allāh que se le dirigía en el“Día de Alast” [31].

A la hora de acercarnos a la comprensión que Rūmī posee de la música, por ejemplo, y su relación con el tema del mīzāq que acabo de exponer, nos topamos con la teoría platónica de la anamnesia [32]. En efecto, Mawlānā sostiene, al igual que el filósofo griego Jamblique, que algunas melodías musicales poseen la capacidad de establecer un vínculo con lo celestial (aquí debiera ser leído como lo que está más allá del propio sí mismo), de recordar y evocar el acontecimiento transhistórico del “Día de Alast”. Para Mawlānā, la significación profunda del samā‛ guarda estrecha relación con el mīzāq. En definitiva, el derviche es para él quien vive en la presencia constante de dicho suceso simbólico, quien atestigua afirmativamente, con cada respiración, su condición de ser espiritual.

En resumen, de la lectura simbólica del pasaje coránico del “Día de Alast”, se desprende toda una antropología espiritual según la cual el hombre se concibe como un animal profundamente nostálgico, traspasado por una conciencia de carencia, de separación, de extranjería, de ser un nómada que vaga por el mundo, de estar exiliado de la verdadera patria de origen (que no es, por supuesto, la patria geográfica del nacimiento). La nostalgia del exiliado constituye una emoción espiritual que induce a saberse algo más que un mero ser necesitado, fruto de la herencia, la genética y la cultura. Alast simboliza nuestras posibilidades espirituales en tanto que seres humanos. El reto hoy del ser nostálgico que el místico sufí es, el desafío del derviche contemporáneo, es si será capaz de vivir su exilio espiritual a la intemperie, con valiente desnudez, sin parapetos religiosos, como Ulrich, “el hombre sin atributos” de Robert Musil[33], sabedor de que, tal como canta el maestro persa de Konya: “No ser nada es la condición que se requiere para ser” [34]; o por el contrario, sucumbirá a la tentación de poblar de dioses -viejos o nuevos, tanto da- dicho exilio y la patria a la que anhela retornar.


Notas:

[1] Corán 7: 172. “Alast” no es sino la contracción de la expresión “A-lastu”(“¿acaso no soy yo?”), que aparece en dicha aleya coránica en forma de pregunta que Dios lanza a las almas humanas
[2] Cfr. Henry Corbin, El hombre y su ángel. Iniciación y caballería espiritual,Barcelona: Destino, 1995, pp. 195-196
[3] Ibídem, p. 195
[4] Cfr. Henry Corbin, Historia de la Filosofía islámica, Madrid: Trotta, 1994, p. 69
[5] Annemarie Schimmel, Las dimensiones místicas del Islam, Madrid: Trotta, 2002, p. 40
[6] Sulṭān Walad, La Parole Secrète. L’enseignement du maître soufie Rûmî,París: Éditions du Cerf, 1988, 122
[7] El hadīz dice así exactamente: “El islam surgió en el exilio”. Cfr. Muslīm,Ṣahīh, vol. I, p. 90
[8] Cfr. Henry Corbin, L’Iran et la philosophie, París : Fayard, 1990, p. 247
[9] Piénsese, por ejemplo, en la teosofía de las luces o išrāq de Sohrawardī y su singular doctrina del exilio “occidental”, Occidente y oriente han de entenderse no en términos geográficos sino puramente metafísicos, siendo “occidente” el lugar donde la luz se pone, por lo tanto, el reino de la oscuridad del que el hombre que ha despertado a lo espiritual sale atraído por las luces que despuntan en “oriente”. Téngase en cuenta que el término árabe išrāq, con el que se conoce su sistema filosófico y místico, posee un amplio campo semántico que incluye, al mismo tiempo, los conceptos “luz” y “oriental”. De ahí que iluminarse signifique para Sohrawardī, el gran restaurador de la filosofía de la antigua Persia, dirigirse hacia el “oriente de las luces”. Para más detalles sobre su concepción del exilio, véase el “Relato del exilio occidental”, incluido en Sohrawardī, El encuentro con el ángel. Tres relatos visionarios comentados y anotados por Henry Corbin, Madrid: Trotta, 2002, pp. 113-134.
[10] Rūmī, Mathnawī, libro I, p. 53
[11] Para más detalles, vésae Terry Graham, “'Eyn-ol Qozāt Hamadāni: El caballero (ŷawānmard) martirizado”, SUFÍ 13, p. 26
[12] El místico iranio Sohrawardī (m. 1191/587 h.) lo llamará na-koŷā-abad, “el país del no-dónde”. Cfr. Sohrawardī, El encuentro con el ángel..., op. cit., pp. 113-134
[13] Por lo general, en el léxico técnico del sufismo, se utiliza el término genérico nafs para referirse, concretamente, al nafs al-ammāra, el ego o yo dominante. A decir verdad, todas las prácticas del sufismo están enfocadas a un solo objetivo: permitir al ser humano abrir los ojos y ver, lo cual implica siempre silenciar su nafs. Para más detalles acerca de la concepción general sufí del nafs, véase Chittick (2000: 40-51). Para una visión más psicológica de lanafs, con sus diferentes etapas y clasificaciones, véase Dr. Javad Nurbakhsh,Psicología sufí, Madrid: Ediciones Nur, 1997, especialmente las pp. 47-73
[14] Sultān Walad, op. cit., p. 98
[15] Zabān-e hāl, “la lengua del estado interior” en persa, es la expresión que Rūmī utiliza para referirse a ese otro lenguaje, el de la disposición espiritual, según lo define Eva de Vitray-Meyerovitch, que irrumpe cuando el lenguaje verbal calla. En cierta manera, podría decirse que se trata del lenguaje, la música callada, del silencio interior, que propicia lo que los sufíes han dado en llamar el conocimiento del corazón. Nicholson lo tradujo como “mute éloquence”. Para más detalles al respecto, véase Eva de Vitray-Meyerovitch,Mystique et poésie en Islam, París: Desclée de Brower, 1972, pp. 58-59
[16] El occidente espiritual, que no geográfico, del que habla el místico persa, es un lugar de oscuridad, dado que es por donde se pone el sol. El oriente espiritual -mašriq en árabe- de Sohrawardī es el lugar de la iluminación, en tanto que lugar del sol naciente. Su mística iluminativa recibe por ello el nombre de išrāq. Para más detalles, véase supra, Sohrawardī, op. cit.
[17] Es, justamente, de dicho estado de desatención o adormecimiento -gafla del que el sufí pretende despertar, mediante su opuesto, el ḏikr, que no es sino la actitud de presencia viva o atención continuada. El dhikr es también la práctica sufí de la invocación repetida del nombre divino
[18] Rūmī, Dīwān…, gazal nº 1827
[19] Cfr. Farīd al-Dīn ‛Attār, Mantiq al-Tayr, ed. de Ŷawād Ŝakūr, Teherán, 1961. Juega ‛Aṭṭār en dicha obra con una coincidencia fonética: la palabra Sīmorg, que designa al rey de los pájaros, quiere decir en persa, igualmente, “treinta pájaros”, el mismo número de aves que culminan el viaje espiritual. La moraleja del relato es clara: lo que los pájaros han buscado a lo largo de su arduo periplo está en ellos mismos y no fuera. A la postre, ellos mismos son el Sīmorg que perseguían fuera. Los pájaros viajeros (el pájaro constituye una vieja metáfora del alma del ser humano) comprenden que todos los universos están en ellos mismos, más aún: que ellos mismos son el universo
[20] Reza un célebre hadīṯ qudsī, tan caro a la tradición sufí: “No me contienen[habla Dios en primera persona por boca del Profeta] ni los cielos ni la tierra, pero sí el corazón de del fiel que a mí se ha abierto”
[21] Dicho aforismo es atribuido por otras fuentes a ‛Alī, primo y yerno del Profeta, arquetipo perfecto del místico musulmán, del que arrancan casi todos los árboles genealógicos sufíes
[22] Corán 89: 27-28. Dichas aleyas coránicas forman parte de la oración pronunciada para los muertos en el islam. Para el sufísmo, sin embargo, constituyen la razón de ser del viaje espiritual de retorno que acomete el místico a lo largo de su existencia
[23] La rica poesía persa sufí ha hecho un lugar común del juego amoroso, del flirteo incluso, entre un Amado esquivo, que se insinúa pero no se deja atrapar, y el pobre derviche locamente roto en su desconsuelo. Para más detalles al respecto, véase Annemarie Schimmel, A two-colored brocade. The Imagery of the Persian Poetry, Chapel Hill: The University of New Cork Press, 1992
[24] Corán 5, 54: “Traerá Allāh a una gente a la cual Él amará y por los cuales será amado”
[25] Corán 50, 16: “Hemos creado al hombre. Sabemos lo que su ego le susurra. Estamos más cerca de él que su propia vena yugular”
[26] Corán 2, 115: “A Allāh pertenecen Oriente y Occidente. Donde quiera que os giréis, allí hallaréis el rostro de Allāh”
[27] Los poetas místicos persas, Sanā’ī en primer lugar, tan admirado por Rūmī, jugarán brillantemente con la fonética de la respuesta afirmativa pronunciada por las almas humanas en el mīzāq. Así, la aflicción, el sinsabor, el dolor que supone la dura prueba de la separación, balā’, tanto en árabe como en persa, es graciosamente asociada a la palabra árabe balà, el “sí”, “por supuesto”, emitido en el mīzāq. Cfr. Schimmel, op. cit. 154. La aleya del mīzāq muestra, para el sufí, que el propósito de la existencia del ser humano es sólo existir por y para su Señor, de ahí la nostalgia que lo inunda, y que el hombre es no existente respecto a todo lo que no es Dios
[28] La palabra persa empleada, dam, significa tanto “instante” como “aliento” o “respiración”. En definitiva, la respiración es la función fisiológica que nos liga al instante presente. Se respira no para después sino para cada instante, para cada ahora, so pena de perecer fulminantemente
[29] Rūmī, Mathnawī, libro I, p. 181
[30] Cfr. Halil Bárcena, “Danzar con el Cosmos. El samā‛ de Mawlānā Rūmī y los derviches giróvagos”, en Jacinto Choza-Jesús de Garay (eds.), Danza de Oriente y danza de Occidente, Sevilla: Thémata, pp. 95-120
[31] Cfr. Annemarie Schimmel, “Mawlānā Rūmī y Konya revisitados”, SUFÍ 7, pp. 14-18
[32] Cfr. Vitray-Meyerovitch, op. cit., p. 82-83
[33] Robert Musil, El hombre sin atributos, Barcelona: Seix Barral, 2001, 2 vols.
[34] Rūmī, Dīwān-e Šams-e Tabrīzī (en persa), Teherán: Amīr Kabīr, 1967, gazal nº 2642
(Publicado en Marià Corbí (ed.), Lectura purament simbòlica dels textos sagrats. Assaigs pràctics. 4t Encontre a Can Bordoi, Barcelona: CETR editorial, 200t, pp. 251-263)

Fuente: Islam y Al Andalus (www.islamyal-andalus.es)