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Desde este espacio los invitamos a pensar, tanto los acontecimientos políticos como las producciones filosóficas y espirituales de nuestro continente y del Mundo Islámico, más allá de los presupuestos ideológicos a partir de los cuales se construye "la realidad" desde los medios masivos de comunicación y de los que se nutren, también, las categorías de análisis de buena parte de la producción académica.

Esperamos sus aportes.

jueves, marzo 29, 2012

Profetología Shiíta - Henry Corbin



El Verus Profeta y la profetología chiita


Henry Corbin



Vamos a hablar de un tema que debería estar presente en el espíritu de todo teólogo y de todo filósofo a la hora de plantearse el estudio del cristianismo en Occidente. La historia de la profetología chiita se funde, en efecto, con nuestra historia teológica y filosófica, aunque lamentablemente los avatares de los tiempos hayan hecho que el tema haya sido casi completamente desdeñado.


Para iluminar el camino que vamos a recorrer juntos en los próximos minutos, recordaré lo que ya teólogos e historiadores del cristianismo han dicho y constatado en diversas ocasiones, a saber, que la doctrina característica del primer cristianismo, es decir, del judeocristianismo, el de la comunidad de Jerusalén, la iglesia de Santiago, fue la profetología que culminó en el motivo del Verus Propheta, el «Verdadero Profeta», que de profeta en profeta se apresura hacia el lugar de su reposo. No es ese cristianismo primitivo el que ha sobrevivido en el cristianismo oficial de la historia. Su destino estuvo sellado por el triunfo del paulinismo, al que el judeocristianismo consideraba el gran adversario que desnaturalizaba la enseñanza de Cristo, cuyos testigos, no obstante, se encontraban todavía en las filas de la primera comunidad de Jerusalén. Como se sabe, el principal monumento que nos queda de ello es la literatura llamada clementina. Creo que a partir de ahora será necesario añadir a ella el largo y extraño texto del Evangelio de Bernabé, de prólogo expresamente antipaulino, que recibió una magnífica acogida en el Islam. Esta acogida hace eco a la constatación de nuestros historiadores del cristianismo, en el sentido de que la profetología que éste había rechazado fue finalmente heredada y asumida plenamente por el Islam.


De esta constatación debemos partir, pues, aunque verídica, no sería sin embargo más que parcialmente verdadera si no la refiriésemos a la profetología que es precisamente el objetivo de nuestra charla: la profetología chiita. De entrada, debo recordar que el chiismo comprende dos grandes ramas: por una parte, el chiismo de los Doce Imames (o duodecimano), que es la religión oficial de Persia desde hace casi cinco siglos. Por otra, el chiismo ismailí, cuya teología está ritmada no ya sobre el número doce, sino sobre el siete. Hoy vamos a hablar de la profecía del chiismo duodecimano. Pero, en cualquier caso, tomadas en conjunto ambas formas de chiismo, y teniendo en cuenta la profetología que respectivamente implican, la pregunta que inicialmente debemos plantearnos es: ¿Qué es lo que diferencia la profetología chiita de la profetología sunnita, es decir, de la del Islam mayoritario? Y ¿por qué esta diferencia es precisamente lo que nos permite ver al Islam chiita como heredero, si se puede decir así, de la profetología del judeocristianismo?


Dicho muy brevemente, lo que diferencia la profetología chiita es que está, como tal, duplicada por un aspecto a la vez complementario y esencial que es la imamología. Este último término está formado sobre la palabra imâm, que designa al guía, al que va por delante y, por tanto, al que despierta, dirige e ilumina las conciencias. (El término chiismo formado sobre el árabe shî’a designa el conjunto de los adeptos que siguen al Imam). La persona y el papel del Imam no solamente surgen de la idea fundamental del chiismo, sino que también son portadores de esta idea fundamental. Y esta idea fundamental es inseparable de lo que he denominado en otra parte el «fenómeno del Libro santo», del Libro revelado del Cielo por mediación de un profeta, fenómeno que nos es común a las tres ramas de la tradición abrahámica. La misión del profeta concierne al descenso (tanzîl) del Libro con su contenido literal. La misión del Imam es reconducir esa apariencia literal a su verdad espiritual, reconducción expresada por la palabra ta’wîl, que designa lo que nosotros llamamos hermenéutica espiritual o hermenéutica de los símbolos. La idea de esta misión del Imam es, por supuesto, perfectamente extraña, incluso escandalosa, para el Islam sunnita.


De lo que constituye esencialmente la persona y la misión del profeta, como de lo que constituye la persona y la misión del Imam, nace la idea de un doble ciclo en el interior de la religión profética que abraza la totalidad de la religión abrahámica. Profeta e Imam son las dos formas de manifestación de una misma Luz, de un mismo Logos que designan las expresiones «Luz mohammadí» (Nûr mohammadî) y «Realidad profética eterna» (Haqîqat mohammadîya). Al ciclo de la profecía le sucede el ciclo del Imamato o de la iniciación espiritual, el ciclo de los «Amigos de Dios». Ahí podemos entrever en qué sentido la profetología chiita es el lugar de conservación de la teología del Verus Propheta. Recordaremos que para el judeocristianismo la cuestión era saber si Jesús era o no el profeta anunciado por Moisés (Deut 19, 15 ss.). En absoluto era su muerte la que tenía un significado redentor, sino su retorno esperado, su parusía triunfante. Era el Redentor en tanto que iluminador y despertador de las conciencias, y en ese sentido siguió siendo esencialmente objeto de la espera y la esperanza escatológica. Todavía no estaba todo consumado. El cristianismo de la comunidad de Jerusalén seguía siendo esencialmente escatológico, sin entregarse a los peligros de la historia. Son esos dos rasgos fundamentales los que encontraremos en la imamología chiita.


Ahora bien, según la profetología del Islam sunnita, Mohammad es el Sello de los profetas. La historia religiosa de la humanidad está terminada. No habrá ya ni nuevo Libro ni nuevo profeta. El último profeta es así un acto del pasado; ha sucumbido a la historia. Para la profetología chiita el ciclo de la profecía ha terminado, ciertamente, pero ése fue el ciclo de lo que se denomina «profecía legisladora». Lo que la sucede es algo distinto, una profecía de carácter puramente interior, esotérico, y que, para evitar cualquier ambigüedad, se designa con otro nombre, el de walâyat, término sobre el que volveremos luego. La profetología sunnita permanece cerrada sobre el pasado. La profetología chiita queda abierta hacia el futuro por su perspectiva esencialmente escatológica. Hay también, sin duda, una escatología sunnita, que se expresa en la espera del Mahdî, pero ésta no forma un cuerpo orgánico con la profetología, mientras que en el chiismo, justamente por la imamología, por la persona del Imam esperado, el XII Imam, la escatología forma cuerpo orgánicamente con la imamología, que es una parte esencial, fundamental, de la teología y el pensamiento chiitas. Así como la manifestación del Verus Propheta no se había cerrado con la desaparición de Jesús, sino que el pensamiento y la devoción permanecían orientados hacia su manifestación por venir, así el pensamiento y la devoción del chiismo duodecimano están centrados en la parusía por venir del XII Imam. Y cuando vemos a los pensadores chiitas más profundos identificar la persona del XII Imam con el Paráclito anunciado en el Evangelio de Juan, comprendemos que existe también un lazo orgánico entre la escatología de las tres ramas de la tradición abrahámica y que sería necesario que aprendiésemos por fin a ver las cosas en conjunto.


He aquí, yo creo, iluminado en alguna medida nuestro camino. Distingamos sus etapas. Me gustaría, pues, precisar estos tres puntos:


1. La idea fundamental de la profetología chiita, que nos permite ver cómo aflora la persona y la necesidad del Imam a partir del fenómeno del Libro santo.


2. La idea de un doble ciclo de la religión profética, que nace de la relación entre profetología e imamología, indisociables una de otra.


3. La recapitulación bajo el horizonte paraclético de la profetología y la imamología chiitas, y el paso desde esta perspectiva al tema de la segunda charla: la profetología ismailí.



La idea fundamental de la profetología chiita


En esta breve charla me es imposible ofrecer una visión histórica del chiismo, más aún cuanto que, a diferencia de los heresiógrafos sunnitas, pienso que el chiismo imamita nació en vida del Profeta. Es lo que atestigua el compagnonage de aquel que fue a la vez su primo y su familiar más íntimo, 'Alî ibn Abî‑Tâlib, el I Imam. Éste afirmó más tarde con vehemencia que ni un solo versículo del Qorân había sido revelado sin que el Profeta se lo hiciera, primero, escribir con su propia mano y, después, recitarlo para enseñarle a continuación el tafsîr (la explicación literal) y el ta'wîl (la exégesis del sentido espiritual). El chiismo imamita considera que el legado de este compagnonage sagrado fue rechazado desde el último suspiro del Profeta, y que el Islam sunnita mayoritario se ha embarcado desde entonces en la vía que ha hecho de él aquello en lo que históricamente se ha convertido.


Para comprender la idea fundamental del chiismo imamita, lo mejor es partir de lo que tienen en común aquellos que el Qorân designa como los Ahl al‑Kitâb, es decir, las comunidades del Libro, y que son las tres grandes ramas de la comunidad abrahámica. Lo que estas tres comunidades tienen en común es la posesión de un Libro santo revelado a un profeta y que les ha sido enseñado por ese profeta. El asunto fundamental sigue siendo comprender y hacer comprender (es esto lo que designa la palabra «hermenéutica») el sentido verdadero de ese Libro. Para el imamismo, a ejemplo de cualquier otra gnosis, ese sentido verdadero es el sentido espiritual. Comprenderlo exige un cierto modo de ser. De entrada, el fenómeno del Libro santo plantea una exigencia que pone en cuestión el modo de ser del hombre, y las tres comunidades del Libro se han encontrado sucesivamente ante la misma dificultad que superar.


Esta dificultad consiste en que la gesta de los personajes relatada en el Libro santo debe de tener un sentido diferente del que tendría si figurara simplemente en un libro profano. El V Imam de los chiitas, Mohammad Bâqir (115/733), formuló la situación en términos que habrían podido aceptar todos los buscadores del sentido espiritual de la Biblia. «Si la revelación del Qorân ―dijo― no tuviera sentido más que para el hombre o el grupo de hombres a los que unos u otros versículos fueron revelados, todo el Libro santo estaría ya muerto desde hace mucho tiempo. ¡Pero no! El Libro santo nunca muere. El sentido de sus versículos se cumplirá en los hombres del futuro como se cumplió en los del pasado. Y así será hasta el Último Día.» El Imam desbarataba así por anticipado las trampas del historicismo a las que tantos han sucumbido en Occidente.


Ahora bien, ese sentido que no cesa de cumplirse de edad en edad, que determina un plano de permanencia transhistórico, es el sentido oculto, interior, esotérico en el sentido etimológico del término. La intelligentia spiritualis que postula la percepción de ese sentido espiritual permanente y siempre nuevo determina en el hombre una forma de temporalidad propia que no es ya la temporalidad empírica cronológica, que sitúa y fija el acontecimiento en el pasado. El acontecimiento es siempre inminente. Algunos de nuestros pensadores chiitas han hablado de un tiempo sutil (latif), incluso hipersutil (altaf), de un tiempo interior del microcosmo (zamân anfosî), el tiempo del Malakût que es el mundo sutil del alma. Ese sentido esotérico hacia el que apunta la hermenéutica chiita presenta una estructura más orgánica que el esquema de los cuatro sentidos tradicionales de nuestra exégesis medieval. En efecto, ese sentido interior concierne a la imamología misma en sus relaciones todavía no desveladas con la cosmogonía, la antropogonía, la escatología, etc. En cada nivel hermenéutico tenemos a la vez un contenido esotérico (bâtin) que descubrir y un ta’wîl que realizar. Es a esto a lo que invita un célebre hadîth del Profeta, que habla de las siete, e incluso de las setenta, profundidades esotéricas del Qorân. El ta’wîl consiste en reconducir una cosa a su principio o arquetipo. Implica pues la idea de una marcha ascendente, anagógica. Como tal, la hermenéutica es una anáfora (el acto de subir). Se tiene así, a partir del dato literal aparente (zâhir), una anáfora de esa apariencia y un esotérico de ese exotérico. Se tiene luego un esotérico de la anáfora y una anáfora de lo esotérico, para desembocar finalmente en lo esotérico de lo esotérico (bâtin al’‑bâtin). Por desgracia, no tengo tiempo para ofrecer ejemplos de esta hermenéutica ascendente que, como filósofo, estimo de un interés apasionante.


Debo limitarme a recordar este axioma de la profetología: la misión del profeta está enfocada únicamente a lo exotérico, al descenso (tanzîl) de la Revelación literal. Lo que está enfocado a lo esotérico es precisamente la misión del Imam, el Imamato, en virtud del carisma que designa la palabra walâyat (dilección o predilección divina), término cuyo alcance vamos a tratar de ver. La antropología profética nos hace comprender la repartición de esa doble misión. Se puede representar el modo de ser del profeta mediante tres círculos concéntricos. El círculo central representa la walâyat, ese carisma de predilección divina que ab initio sacraliza a la persona del profeta, haciendo de él un walî, un Amigo de Dios, un Próximo a Dios. El segundo círculo que encierra a ese círculo central representa la nobowwat, la vocación y la misión profética. El círculo exterior representa la risâlat, la misión del rasûl, el profeta enviado como encargado de revelar un nuevo Libro, una nueva Ley religiosa.


Este esquema permite comprender de entrada por qué tantas tradiciones chiitas repiten que la walâyat es lo esotérico de la profecía. La misión profética, cualquiera que sea, se sobreañade a la walâyat, y es siempre temporal, mientras que la walâyat es perpetua. En principio, todo nabî es necesariamente, un walî, pero no todo walî es necesariamente un nabî. La risalât es como la corteza; la nobowwat es como la almendra; la walâyat es como el aceite que la almendra contiene. De ahí la afirmación de la preeminencia de la walâyat sobre la misión profética. Según cómo se entienda lo que representa en la persona del profeta el círculo central en relación al círculo exterior, se podrá mantener la superioridad del profeta sobre el Imam. Pero si se considera pura y simplemente la superioridad de la walâyat como tal sobre la misión profética que la presupone, entonces se manifestará la tendencia siempre latente a afirmar la superioridad del Imam sobre el profeta. El chiismo imamita, así como el ismailismo fatímida, se han esforzado en no ceder a esta tendencia y mantener el equilibrio entre lo exotérico y lo esotérico. En cambio, la idea de la superioridad del Imam sobre el profeta triunfa con el ismailismo reformado de Alamut, triunfo que marca la ruptura del equilibrio en beneficio de lo esotérico.


Esta antropología justifica por sí misma las categorías de profetas, división basada en una gnoseología profética. Según una larga tradición que se remonta al VI Imam, Ja’far Sâdiq (765), está el nabî sin más, investido de una profecía de alguna manera intransitiva. Está el nabî que tiene la visión del Ángel que le inspira, pero solamente en sueños. Estas dos categorías concuerdan con los que serán designados más tarde Awliyâ, «Amigos de Dios» (Dustân‑e Khodâ en persa), cuando, a partir del Islam, no se pueda emplear ya el término nabî. Éstas incluyen, como la walâyat, la idea de una profecía secreta, esotérica (nobowwat bâtina). Está también el nabî‑morsal, enviado a una comunidad, a una ciudad, a un pueblo, pero sin aportar una nueva sharî’at. Éste puede tener la visión del Ángel incluso en estado de vigilia. Los textos ponen como ejemplo el caso de Jonás y de todos los profetas de Israel que vivieron bajo la ley de Moisés. Está finalmente el nabî rasûl, que es enviado para revelar a los hombres un nuevo Libro, una nueva sharî’at. En este caso, la misión profética toma el nombre técnico de «profecía legisladora».


Y es de este teologumenon de donde veremos surgir la idea de un ciclo que se sitúa en la prolongación de la profetología judeocristiana del Verus Propheta. Los teólogos chiitas hablan en general de seis grandes profetas que han marcado los períodos del ciclo de la profecía. Son el propio Adán, como protoprofeta, Noé, Abraham, Moisés, Jesús y Mohammad, que es el «Sello de los Profetas». Algunos añaden el nombre de David, porque consideran su salterio como un libro aparte. Evoquemos rápidamente de paso la profética judeocristiana entre los ebionitas, la «hebdómada del Misterio», los siete que fueron la manifestación de un Christus aeternus: Enoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, Jesús. Son los siete pilares del mundo, los siete pastores, y si se cuenta al Adán‑Cristo del que son manifestación, los ocho Cristos de entre los hombres (octo Christos hominum, en San Jerónimo), mencionados por el profeta Miqueas. Por su parte, el maniqueísmo profesa una sucesión análoga, incorporando figuras extrañas al profetismo semítico: Adán, Set, Noé, Jesús, Buda, Zoroastro y Mani.


No puedo ceder aquí a la tentación comparativa; tenemos que concentrarnos en la manera en que la figura del Imam surgió del esquema de la profetología chiita. El ciclo profético está cerrado. Mohammad fue el lugar de reposo del Verus Propheta. Pero ni el chiismo duodecimano ni el ismailí pueden aceptar pura y simplemente esta clausura que sienten como un drama para la humanidad. Pues todo el mundo está de acuerdo en la necesidad de los profetas. ¿Qué puede suceder si ha venido ya el último profeta? El profeta no es alguien que predice el futuro, sino el inspirado que profiere el verbo de lo invisible, el ser sobrehumano al que la inspiración divina instaura como mediador entre la divinidad incognoscible y la ignorancia o la impotencia de los hombres. Por su mediación el Deus absconditus deviene Deus revelatus. La idea chiita, surgida, lo acabo de señalar, en vida misma del Profeta, subraya el aspecto trágico de la situación. Si desde siempre la humanidad ha tenido necesidad de profetas para sobrevivir a su destino, ¿qué puede suceder si ya no hay profeta que esperar, si no queda nada que aguardar? Consecuentemente, el Libro que fue revelado desde el Cielo al último Profeta no es un libro como los demás, cuyo significado se limite a la literalidad aparente. Citaba hace un momento a este respecto unas palabras decisivas del V Imam. Pero no se explora ni se reconstruyen las profundidades ocultas del Verbo divino con ayuda de silogismos. El conocimiento no puede ser transmitido más que por «aquellos que saben». Sólo con esta condición podrá ir amplificándose siempre. En resumen, la realidad integral de la Revelación coránica, que implica a la vez lo exotérico y lo esotérico, supone un «Mantenedor del Libro» (Qayyim al‑Qorân).


Este «Mantenedor del Libro», este guía que conduce al sentido espiritual del Libro y que lo mantiene vivo hasta el Último Día, es el Imam (en el sentido chiita de la palabra, que no se debe confundir con el imam que se ocupa de una mezquita). El Imam es el sucesor del Profeta que sacraliza el carisma de la walâyat, que, como ya hemos dicho, es lo esotérico de la profecía: es al‑amr al‑bâtina, la res esoterica, y tocamos aquí lo que constituye la diferencia radical con respecto al Islam sunnita. La palabra walâyat significa propiamente «dilección», «amistad» (el persa dûstî). Se empareja con mucha frecuencia con la palabra mahabbat, que significa igualmente «amistad», «amor». Juntos, los dos términos dan al imamismo el sentido de una religión de amor. El walî, el Amigo investido con la walâyat, debe ser comprendido a la vez en el sentido activo y en el sentido pasivo de la palabra. Es aquel que ama y que es amado. Cuando se habla de la walâyat de los imames se designa el amor, la predilección de que son objeto por parte de Dios. Desde la perspectiva de sus fieles, el término los designa en tanto que polarizan la devoción de amor de dichos fieles. La walâyat hacia el Imam es una participación en la walâyat divina de la que el Imam es eternamente objeto (todos participan así de la cualificación de Amigos de Dios. Señalemos de paso que esta denominación se encuentra también entre los místicos de la escuela renana en el siglo xiv, los Gottesfreunde). Su fundamento metafísico se nos mostrará enseguida; como tal, la walâyat del Imam se reviste entonces de un sentido y de una función cósmicas que la diferencian de su acepción corriente en el sufismo, donde la palabra se vocaliza en general como wilâyat y se refiere a los estados subjetivos del místico. Pero es inadecuado traducir la palabra walî, plural awliyâ, por el término «santos», como se hace con demasiada frecuencia.


En resumen, el Imam es para la comunidad imamita lo que es el corazón para el microcosmos humano, no el órgano de carne, por supuesto, sino lo que nuestros autores designan como el cuerpo sutil de luz que es la morada permanente del alma, el trono en que ésta se instala. El corazón es en el microcosmos el jefe y el Imam de las facultades de percepción espiritual. De ahí que haya un intercambio perpetuo entre lo que los pensadores chiitas afirman respecto del papel del Imam en la comunidad y respecto de lo sucede en el interior de cada individualidad espiritual. Es ahí, en el nivel de esa interiorización, donde comprendemos cómo el Imam es el iluminador, aquel que salva alumbrando en el corazón del hombre la llama del conocimiento perfecto, lo mismo que Cristo en la profetología judeocristiana.


Vemos así la diferencia radical respecto de la concepción sunnita del califato. Aunque el sunnismo emplee el término «imam», se trata únicamente de la persona de un jefe temporal como principio del orden social y político; su función está enfocada esencialmente a la consideración de las cosas temporales y las necesidades sociales. Por lo que no es en absoluto necesario que sea, como exige el concepto chiita de Imam, un «impecable», un «inmaculado» (el término ma’sûm es el equivalente perfecto del ânamârtêtos de la profetología judeocristiana). La existencia del imam en el sentido sunnita no se impone de forma necesaria, y, en definitiva, puede ser objeto de una elección expresada en un consenso. En cambio, la idea chiita inviste al Imam de una dignidad sacra y de una función metafísica. La idea de que el Imam pueda ser elegido por los hombres sería tan ridícula como la idea de que se pueda elegir a un profeta. El carisma no depende de la elección de los hombres. Incluso reducido a la clandestinidad, incluso en la invisibilidad (como actualmente el XII Imam), el Imam sigue siendo Imam. Como «Mantenedor del Libro», está investido de una ciencia divinamente inspirada. El Qorân es el Imam silencioso. El Imam es el Qorân que habla, el Verbo interior que enuncia el sentido secreto del Libro en el corazón de su fiel.


Demos pues un paso más en compañía de nuestros pensadores chiitas, Mollâ Sadrâ Shîrâzî, Qâzî Sa’îd Qommî, hasta el siglo xvii. Porque ellos no separaron jamás la investigación filosófica y la meditación teológica, porque para ellos el Ángel del conocimiento es el mismo que el Ángel de la revelación, el Ángel que inspira tanto a los profetas como a los filósofos (situación que tal vez nosotros hemos olvidado desde hace mucho tiempo en Occidente), nuestros pensadores chiitas han sabido clarificar el fundamento metafísico de la profetología y de la imamología. Ya las tradiciones (los hadîth) que se remontan a los Imames enuncian explícitamente la idea de una «Luz mohammadí» creada primordialmente. La idea se amplificará en la de una «Realidad profética eterna», que connota, ciertamente, la idea de un Logos divino, pero, dicho con mayor exactitud, la idea de un pleroma divino constituido eternamente por Catorce entidades de luz, cuyas manifestaciones teofánicas, pero no su encarnación, son las personas terrenales de los «Catorce Inmaculados». Por la idea de esta Luz se constituye lo que en la teología chiita corresponde al Verus Propheta de la profetología judeocristiana, pero, simultáneamente, en virtud de la percepción chiita original de las cosas, esa idea une indisociablemente la profetología y la imamología y, por tanto, lo exotérico y lo esotérico. Es esta unión indisociable la que determina que el chiismo sea la gnosis islámica por excelencia, hasta el punto que en las demás regiones no chiitas de esta misma gnosis se tiene la impresión de una imamología que ya no se atreve a decir su nombre.



Profetología e imamología


La «Realidad profética metafísica», el pleroma de gloria, implica un doble aspecto, una doble «dimensión», si se puede decir así, y, por consiguiente, postula una doble manifestación. Implica una dimensión exotérica o ad extra, que tiene su manifestación en la persona del profeta, y una dimensión esotérica manifestada en la persona de cada uno de los Doce Imames, que juntos constituyen una sola y misma esencia, sin confusión de personas. Juntas, las personas de luz que se denominan en este mundo los «Catorce Inmaculados», a saber, el Profeta, su hija Fátima y los Doce Imames, configuran el pleroma de luz de la profecía eterna. En su efímera manifestación terrenal, los Doce fueron sucesivamente los «Mantenedores del Libro», iniciando a sus discípulos en su sentido integral. El conjunto de su enseñanza forma un corpus de más de cien volúmenes en la última edición de Teherán.


Esta doble dimensión de la Realidad metafísica mohammadí implica por tanto un lado vuelto hacia las criaturas y un lado vuelto hacia la Presencia divina. El primero es su lado exterior; tipifica la misión profética. El segundo es su lado interior; tipifica la walâyat, el carisma de los Imames, y por ellos el carisma de todos aquellos que son designados Amigos o Amados de Dios. De nuevo constatamos aquí por qué la walâyat significa lo esotérico de la profecía y del mensaje profético y, al mismo tiempo también, por qué la luz de la profecía y la luz de la walâyat son dos luces que no forman más que una; Fátima, la hija del Profeta, origen del linaje de los Imames, es la «confluencia de esas dos luces» (Majma’ al‑nûrayn). Son palabras del Profeta con frecuencia repetidas: «Yo y Alî somos una sola Luz», lo que significa que cada uno de los dos nombres, el del nabî y el del Imâm, sólo adquiere realidad por el otro, en su simultaneidad. Son una bi‑unidad, un unus‑ambo, lo mismo que zâhir y bâtin, tanzîl y ta’wîl, son dos aspectos complementarios del sentido integral del Libro.


Los Doce Imames tienen su manifestación en los diferentes planos cosmológicos de la manifestación del ser, lo mismo que se manifestaron en este mundo en el curso de los tres primeros siglos de la hégira (siglos vii­‑x) y que se habían manifestado con cada profeta anterior. Cada uno de los grandes profetas enumerados anteriormente tuvo sus doce Imames. También Cristo tuvo sus doce Imames (que no hay que confundir con los doce apóstoles, sino que corresponden a los obispos de Jerusalén, sucesores de Santiago, el «hermano del Señor»). En cuanto al número doce, es la expresión aritmosófica de una ley del ser, de un ritmo fundamental tal como lo percibe la visión chiita duodecimana del mundo. Ese número cifra la norma interior de una totalidad perfecta, acabada, un «pleroma», que se ilustra remitiendo el número doce de los Imames a los doce signos del zodíaco, a los doce príncipes de las tribus de Israel, a las doce fuentes que Moisés hizo brotar de la roca, a las doce horas del día y de la noche, etc. Además, varias veces, el profeta del Islam declaró: «Los Imames después de mí serán en número de doce». El duodécimo será el Imam de la Resurrección (Qâ’im al‑Qiyâmat), el «Mahdî», término que se puede traducir por el «bien guiado» o por «aquél por el que uno se guía».


El teologumenon de la Realidad profética eterna fructifica en dos aspectos: preserva la atestación del Único (el tawhîd) de la doble trampa del antropomorfismo y del agnosticismo, y fundamenta la manifestación en este mundo del doble ciclo de la profecía y la walâyat.


En cuanto al primer aspecto, hay que darse cuenta de que la teología chiita es rigurosamente apofática (no admite más que el tanzîh, la via negationis). Ningún nombre ni atributo pueden ser conferidos a la Esencia divina, incognoscible e inaccesible. Pero precisamente el Deus absconditus inaccesible se revela en el nivel de la teofanía primordial que es la Luz mohammadí, el pleroma de los Catorce Inmaculados. A falta de esta teofanía, el monoteísmo cae en la idolatría metafísica, o bien en la alegoría, que, por horror racionalista hacia la imagen antropomórfica, vacía de su sentido el texto revelado. En términos chiitas, todos los nombres, atributos y cualificaciones supuestamente teñidos de antropomorfismo se refieren no al fondo de la Esencia divina, al Deus absconditus, sino a las personas teofánicas del pleroma de Luz primordial, manifestaciones de un mismo Verbo divino. Es en el nivel de esta teofanía primordial donde se constituyen y donde tienen sentido nuestros conceptos positivos de Dios (los propios de la teología afirmativa). Eso es lo que repiten incansablemente numerosas tradiciones que se remontan a los Imames, por ejemplo, ésta del V Imam dirigiéndose a su famulus Jâbir: «Nosotros, los Doce, somos esos conceptos positivos. Nosotros somos la Mano de Dios, Su costado, Su lengua, Su imperativo, Su decisión, Su conocimiento, Su verdad. Nosotros somos el Rostro de Dios que está vuelto hacia el mundo terrenal, entre vosotros». O también: «Nosotros somos el Rostro de Dios (el del Deus revelatus). Somos los templarios del Misterio divino. Somos la mina de la Revelación. En nosotros está el significado del ta’wîl (es decir, el sentido esotérico de la Revelación)». Es ese misterio de la teofanía primordial lo que hace decir a Shaykh Ahmad Ahsâ’î: «Es hacia la Esencia inaccesible hacia donde el hombre se vuelve, aunque jamás la pueda encontrar; y, sin embargo, no deja de encontrarla, aunque permanezca inaccesible a él para siempre».


El misterio de la teofanía primordial según la concepción chiita nos remite pues a un acontecimiento que es como una antropomorfosis eterna «en el Cielo»; es el misterio del Anthrôpos celestial, que habría que comentar refiriéndose a los libros de Enoc, al libro de la Ascensión de Isaías y a todos los textos relacionados. El descenso a este mundo de la Luz mohammadí de profeta en profeta, no será nunca una encarnación, ni nada que pueda recordar al paulinismo. Si es cierto que la imamología chiita asume una función análoga a la cristología, hay que precisar al menos que se tratará más bien de una cristología de tipo angelomórfico (Engelchristologie), tal como se encuentra en el cristianismo primitivo.


Es esto lo que hace aparecer el segundo aspecto en el que fructifica el teologumenon de la Luz mohammadí, el de su descenso a este mundo. La sobrehumanidad del Logos mohammadí o de la Luz mohammadí, la de los Catorce Inmaculados, preexiste eternamente en la humanidad adámica. Cuando el Creador creó a Adán, amasó una parte de esa Luz con la arcilla de ‘Illîyûn (el grado más elevado del paraíso), y esa substancia de luz fue incorporada a la substancia de Adán, como primero de los profetas. Es así la dimensión divina (el lahût) que, en el ser de cada profeta, duplica la dimensión humana y creatural (el nasût), sin que haya jamás entre una y otra nada semejante a una unión hipostática. Por la primera, los profetas reciben de Dios; por la segunda, comunican a y con los hombres. Esta substancia de Luz se transmite luego de período en período, de profeta en profeta, hasta aquel que fuera el abuelo común del profeta del Islam y de su primer Imam, ‘Abdol‑Mottalib, a partir del cual se escinde para manifestarse en dos personas distintas: en la persona del profeta como Sello de la profecía, y en la persona del Imam como Sello de la walâyat. Éste es también el significado de las palabras del Profeta: «’Alî (es decir, el Imam) ha sido misionado secretamente con cada profeta antes de mí. Conmigo lo ha sido públicamente». Estas palabras apuntan, pues, en realidad, a la idea de un Imam eterno, que se corresponde con el Christus aeternus de la profetología judeocristiana del Verus Propheta. (Recordemos que el ismailismo reconoce en Melquisedec al Imam de los tres primeros períodos del ciclo de la profecía.)


Por supuesto, la transmisión de esta Luz no responde a la fisiología del organismo físico; debe ser comprendida en el nivel de lo que implica la idea del cuerpo sutil de luz pura, digamos también caro spiritualis. Por eso, no es su sola descendencia carnal a partir del Profeta (o de uno de los siete grandes profetas) lo que sacraliza a los doce Imames. Su parentesco terrenal no es más que el signo de su parentesco pleromático. No es simplemente por pertenecer a la familia del Profeta por lo que fueron los Imames (ha habido decenas de miles de Imâm‑zâdeh (hijos de Imam) aparte de los doce Imames); sino que, al revés, es por haber sido los Imames ab origine, en el pleroma, por lo que debían ser en este mundo la descendencia y los sucesores del Profeta.


El teologumenon del descenso de la Luz mohammadí a este mundo determina, hemos dicho, la idea del ciclo de la walâyat que sucede al ciclo de la nobowwat, por tanto una periodización de las edades del mundo que concierne no a la historia empírica exterior (pues entonces su evidencia se impondría a todos), sino a la historia interior del alma, a su hierohistoria. Un largo relato, que se remonta al I Imam por mediación del VI, formula esta idea de una manera sorprendente, refiriéndola al pleroma de los Doce. Esta tradición nos muestra la luz de la profecía, por tanto del exoterismo, progresando a través de doce Velos de luz hasta la maduración perfecta y el surgimiento de la walâyat como lo esotérico de la profecía. Esos doce Velos de luz son los Doce Imames y sus doce universos respectivos. Son designados también como «milenarios», lo que no tiene en absoluto el sentido de una cronología aritmética, sino que equivale a un Aion (Eón) gnóstico, un saeculum intelligibile. La Luz mohammadí progresa de velo en velo integrando en sí misma lo esotérico tipificado por cada uno de los doce Velos de luz. Lo sorprendente, pero en lo que por desgracia no tengo tiempo de insistir, es que esta periodización sobre un ritmo de doce concuerda con la cosmogonía zoroastriana ritmada, igualmente, sobre doce milenarios. Por otra parte, no es el único ejemplo que nos lleva a encontrar en la teología del Irán chiita las huellas de la teología zoroastriana de la antigua Persia.


Esta periodización de las edades del mundo no responde, por supuesto, a ninguna percepción empírica. Lejos de ello, precede y condiciona toda percepción empírica. Es la Imago a priori lo que permite dar una configuración a algo como una historia. La configuración chiita de la historia sacra se expresa en la idea de un doble ciclo. El ciclo de la profecía está cerrado, eso está claro. Todo el mundo en el Islam está de acuerdo en este punto. El sunnismo se queda en esa afirmación, y es volviéndose de alguna manera hacia el pasado como el creyente recibe el mensaje del último profeta. Para el chiismo, tanto imamita como ismailí, el ciclo de la profecía que está cerrado es el ciclo de la profecía legisladora. Pero con esa clausura comienza algo nuevo, tan nuevo que prolongando la vocación espiritual de los antiguos profetas no enviados, este nuevo ciclo no puede ya llevar su nombre, hemos dicho, para evitar cualquier ambigüedad. Este nuevo ciclo recibe el nombre de «ciclo de la walâyat», el ciclo de la iniciación espiritual, el ciclo de esos Amigos de Dios que en sentido estricto son sólo los Imames, pero que, en sentido amplio, son todos aquéllos a los que engloba su walâyat. Así pues, el chiismo mantiene la conciencia abierta sobre el futuro. Algo esencial se debe esperar todavía. Aún no está todo consumado. Ese algo que se espera es la parusía del XII Imam, el Imam «actualmente oculto a los sentidos pero presente en el corazón de sus fieles». Manteniéndose en esta espera escatológica, como lo estuvo la conciencia cristiana primitiva, como lo está todavía la espiritualidad judía, el chiismo escapa a los peligros de la historia, dicho más exactamente, a lo que nosotros hoy llamamos historicismo. Así como el Profeta fue el «Sello de la profecía legisladora», así el Imamato mohammadí es el Sello de la walâyat, como esotérico de la profecía, en la doble persona del I Imam como Sello de la walâyat universal y del XII Imam como Sello de la walâyat particular del ciclo de la walâyat.


La misteriosa persona del XII Imam polariza la vida especulativa y la espiritualidad más profunda del Imamismo duodecimano. No se puede hablar de ello más que con una extrema discreción, aunque los relatos que se refieren a él hayan dado lugar a extensas obras. El XII Imam está presente a la vez al pasado y al futuro. Niño de cinco años, desapareció misteriosamente cuando su joven padre, el XI Imam, Hasan ‘Askarî, dejó este mundo (260/873). Comenzó entonces el período que se denomina de la «Ocultación menor», durante el cual el Imam sólo fue visible para algunos íntimos. Después, su cuarto delegado recibió de él la orden de no designar sucesor mediante una patética carta en la que el Imam anunciaba que ya no sería visible hasta la hora de su parusía, y que quien apelara a él para una acción pública sería eo ipso un impostor. Comenzó entonces el período de la «Ocultación mayor» (329/940).


Estamos, pues, ante un período de más de diez siglos en los que el XII Imam, el Imam esperado, el Deseado, es en persona la historia misma de la conciencia chiita. Aquí debemos precavernos contra el falso dilema con el que nuestra rutina occidental tiene la costumbre de tropezar preguntando: ¿mito o historia? La hagiografía o la hierología del XII Imam no es ni mito ni historia. Sería absurdo, pues, hablar de «desmitologización», y no hay lugar a ello. Nos es necesario reaprender a considerar la realidad plenaria de acontecimientos que sin embargo no suceden en nuestro mundo empírico, al que reservamos de manera abusiva el privilegio de ser acontecimientos reales. La hagiografía del XII Imam está todavía inacabada; llena todo el tiempo de su Ocultación; sus acontecimientos son múltiples. Es una historia que sucede en el Malakût, en el mundo del alma que el hombre encuentra en el interior de sí mismo. Es una historia que tiene la virtud de arrancar a sus fieles a lo que nosotros llamamos comúnmente la historia. Sin duda, durante el tiempo de la Gran Ocultación, el Imam no es visible más que en sueños; lo es a veces también en estado de vigilia, pero entonces aquel que ha tenido ese privilegio no tiene conciencia de su experiencia sino a posteriori, y nunca puede aprovecharse de ello para proclamar un mensaje de orden temporal. Hacerlo sería eo ipso ponerse la máscara de la impostura. No se hace historia en el sentido ordinario de la palabra con visiones teofánicas, pues éstas transfieren por sí mismas a otro mundo. Ésa es la «dimensión escatológica», y ésta no se realiza en acto más que por una experiencia visionaria o litúrgica; es, en cada ocasión, una anticipación nueva.


El profeta Mohammad había anunciado varias veces: «Si a este mundo no le quedara más que un solo día de duración, Dios alargaría ese día hasta hacer aparecer un hombre de mi descendencia cuyo nombre sería mi nombre. Él llenará de paz y justicia una tierra que hasta entonces habrá estado llena de violencia y tiranía. Él combatirá por el ta’wîl (la reconducción al sentido espiritual) igual que yo mismo he combatido por el tanzîl (el descenso de la Revelación en su sentido literal)». El día que Dios alarga hasta el advenimiento del XII Imam es precisamente, para el fiel chiita, el tiempo que vivimos ahora. Es el período de la Gran Ocultación (ghaybat), que preserva a la Imamología de la caída en la historia, es decir, de ser puesta en el pasado. Y es necesaria, puesto que solamente doce Imames cubren el ciclo de la walâyat.


El tiempo del Imam oculto es un tiempo intermedio «entre los tiempos» (lo mismo que el mundo sutil, el mundo imaginal, es intermedio entre lo inteligible y lo sensible). Su historia, su hierohistoria más bien, en la conciencia de sus fieles, es la maduración de este «entre-tiempo» hasta la mutación del tiempo en otro tiempo, el tiempo de la eternidad. Por eso no es en el tiempo de este mundo cuando se tiene la visión del Imam. El visionario se encuentra entonces «entre los tiempos». En la persona del XII Imam, que no traerá un nuevo Libro, una nueva Ley, sino el sentido oculto de todo lo que le ha precedido, se puede decir que el chiismo ha presentido el misterio más profundo de la historia humana, porque ese misterio no puede estar encerrado en los límites de ésta. Lo ha presentido de la misma manera que lo presintió el zoroastrismo en la persona del Saoshyant; el budismo mahayana en la persona del Buda futuro, el Buda Maitreya; todo el profetismo judío en la persona del Rey Mesías; y la conciencia escatológica del cristianismo primitivo como la de los joaquimitas que anunciaban en el siglo xiii la proximidad del reinado del Espíritu Santo, el Evangelio eterno.


La parusía del XII Imam debe comprenderse a la manera en que el cristianismo escatológico hablaba de caro spiritualis Christi. Evítese, pues, a este respecto la palabra «docetismo» o, más bien, apréndase a considerar el docetismo como la primera crítica pertinente al conocimiento teológico como tal. Caro spiritualis no quiere decir ni fantasma ni fantasía. Es paradójico que en nuestros días cueste más comprender esto que comprender las ideologías postcristianas. A diferencia de éstas, toda aparición del Imam es el signo de una renovación del hombre. Ese mismo es el sentido profundo que los teósofos místicos del chiismo dan a la ghaybat, a la ocultación del Imam. Si el Imam está actualmente oculto, es porque los hombres se han vuelto incapaces de verlo. La parusía no es un acontecimiento que surgirá de improviso un buen día. Es algo que madura lentamente, día a día, en la conciencia de los fieles del Imam. Esos fieles son quienes anticipan la acción de aquellos que en el día de la parusía serán los «compañeros del Imam». «Ser compañero del Imam» es una aspiración chiita que coincide, de forma sorprendente, con la aspiración de los creyentes zoroastrianos de la antigua Persia: ser «compañeros del Saoshyant». La aspiración a este compagnonnage desarrolló, tanto en el antiguo Irán zoroastriano como en el Irán chiita, la ética de una caballería espiritual que lleva en ella la salvación del futuro.


He intentado describir con una concisión quizá abrumadora lo que significa la profetología chiita tanto para el pensamiento filosófico como para la vida espiritual de la comunidad chiita. Quisiera cerrar la charla con una evocación que corroborara las conexiones que he tratado de sugerir entre las formas espirituales que se encuentran en las tres grandes familias de la tradición abrahámica. Evocaré, pues, para concluir, la identificación expresamente afirmada por numerosos pensadores chiitas entre el XII Imam y el Paráclito anunciado en el Evangelio de Juan.



El horizonte paraclético de la profetología chiita


El poco tiempo de que disponemos no nos permite, tampoco aquí, más que recordar y sugerir. Está en primer lugar el gran número de textos reunidos en la gran enciclopedia de las tradiciones chiitas titulada El océano de las luces y elaborada en el siglo xvii por el gran teólogo de Ispahán Mohammad Bâqir Majlisî. Son testimonios sacados de la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, cuyo agrupamiento responde a una intención precisa: justificar una profetología que retoma a grandes rasgos, como he señalado, la idea del Verus Propheta profesada por el judeocristianismo primitivo. El propósito es inicialmente fundamentar la identificación del Paráclito con la persona del Profeta Mohammad. Sabemos que ya Mani, el profeta del maniqueísmo, había sido identificado por sus fieles con el Paráclito. Pero por este agrupamiento de textos se realiza en el pensamiento chiita el traslado de esta identificación al XII Imam. La transición está preparada por sermones extraordinarios que la gnosis chiita atribuye al I Imam, y en los que éste declara, por ejemplo: «Yo soy aquel que en el Evangelio es llamado Elías», o también: «Yo soy el segundo Cristo».


El tema encuentra su amplificación mayor en la monumental obra de un shaykh chiita iraní que vivió a principios de este siglo (Shaykh ‘Alî Akbar Nahâvandî) y que conocía tanto la literatura zoroastriana como el conjunto de la Biblia, que leía en una traducción persa de la Sociedad Bíblica. El shaykh distingue una doble epifanía del Paráclito anunciado en el Evangelio: la primera en la persona del Profeta, mensajero de la sharî’at eterna. La segunda en la persona del XII Imam, mensajero del ta’wîl. Es sumamente sorprendente observar cómo un teólogo chiita trabaja sobre el Evangelio de Juan y sobre el capítulo 12 del Apocalipsis. Sería deseable que nuestros estudios teológicos de Occidente no siguiesen ignorando este hecho.


Pero hay todavía más. Podemos constatar este horizonte paraclético de la profetología chiita a lo largo de los siglos. No citaré más que algunos ejemplos. Lo encontramos en el siglo xii en Sohravardî, el joven e intrépido shaykh que fue en el Irán islámico el resurrector de la filosofía de la Luz profesada por los sabios de la antigua Persia. Su influencia se ha hecho sentir hasta nuestros días en los pensadores iraníes. En el siglo xiv, un teósofo místico de primera importancia, Haydar Âmolî (de Âmol, en las orillas del mar Caspio), cuya obra muestra bajo una luz nueva el nexo entre el chiismo y el sufismo, escribe textualmente lo siguiente: «Aquel que los cristianos llaman el Paráclito es aquel que nosotros, chiitas, llamamos el Imam esperado (el XII Imam)». En el siglo xv, otro gran teósofo imamita duodecimano, Ibn Abi Jomhûr, afirma explícitamente que la promesa del Paráclito anunciado en el Evangelio de Juan se refiere a la parusía del XII Imam que debe aportar el ta’wîl (el sentido espiritual) de las revelaciones divinas. Por otra parte, en el siglo xvii, Qotboddîn Ashkevârî, discípulo de Mîr Dâmâd, el gran maestro de pensamiento de la escuela de Ispahán, identifica explícitamente el XII Imam con el Saoshyant de la soteriología zoroastriana. El chiismo iraní nos presenta así, en sus más grandes pensadores, no un sincretismo fácil, sino un fenómeno especular en el que las grandes figuras de la dramaturgia profética y soteriológica se reflejan unas a otras.


Un último rasgo. Todavía en el siglo xix, un teósofo imamita iraní, Ja’far Kashfî, desarrolla alrededor de un sermón del I Imam una extraordinaria epopeya de la Inteligencia, el Nous‑Logos, a la que se opone una contraepopeya ahrimaniana de la nesciencia, la agnosía. El drama llega a su desenlace con la manifestación del XII Imam, cima y culminación de una periodización de las edades del mundo cuyas analogías entre los joaquimitas y los filósofos que sufrieron su influencia, hasta Schelling y Berdiaev, deberíamos considerar.


El sentimiento patético de esta dramaturgia cósmica lo volvemos a encontrar en la profetología ismailí, a la que estará dedicada nuestra próxima conferencia. Ciertamente, el ethos dominante de la conciencia chiita puede parecernos de un pesimismo profundo, pero corrijamos inmediatamente, pues se trata de un pesimismo que nunca desespera, un pesimismo que confía: desperatio fiducialis, decía nuestro Lutero.



Teherán. 7 de enero de 1975